20 enero 2009

Mi viaje a Chiquián. (Parte I )

Cuando llegué al pueblo de Chiquián lo primero que me impactó fueron los rojos tejados de las casas y la vertiginosa pendiente del camino de tierra. En menos de un minuto ya estába ingresando al pueblo. La estatua de Luis Pardo, el famoso bandolero ancashino, me daba la bienvenida, montado en un caballo relinchante, parado sobre sus dos patas traseras a lo "llanero solitario." La pregunta es, ¿que hacía yo un 4 de enero de 2009 en esa escondida ciudad de Huaráz?

Habían dos razones muy importantes para mí: La primera es que jamás estuve en la tierra natal de mi abuelo materno, a quien yo admiraba tanto y la segunda, es que en Chiquián se celebraba el XVII Encuentro de Escritores Ancashinos donde eran dos los homenajeados: Luis Pardo, bandolero ancashino, amigo de los pobres y Alberto Carrillo; mi abuelo, escritor chiquiano y principal biógrafo de Luis Pardo.
Venía yo de un intenso, pero muy divertido, viaje de fin de año con mis amigos de promoción del colegio. Este viaje, con dirección siempre al norte y que salió casi improvisado, incluyó un día en las playas de Máncora, otro en Puerto Pizarro en Tumbes y poco más de medio día en la hermosa playa Montañita en Guayaquil, Ecuador. Todo nos salió más barato de lo previsto, a pesar del incremento de los pasajes terrestres en más del cincuenta por ciento. El menú durante los cinco dias que duró el viaje fue casi exclusivamente marino: ceviches, jaleas y chicharrones y por ahí jugos de fruta, descontando la horrible comida que a uno le sirven a bordo del bus y que te la comes por hambre. De regreso hicimos una necesaria parada en Piura y siempre fieles a nuestros apetitos marinos, almorzamos en El Caracol Azul, restaurante de un tío de una amiga que viajó con nosotros. Inmediatamente, después de ese delicioso almuerzo, me despedí de mis compañeros y me embarqué hacia Trujillo, en donde pasé a visitar a una amiga. Juntos fuimos a recorrer la ciudad que estaba muy adornada y concurrida por las fiestas navideñas y al dia siguiente pasamos una bonita tarde en Huanchaco, en donde almorzamos ceviche y hueveras. Ese mismo día me despedí de mi amiga y tomé un bus a Huaráz. Llegué al dia siguiente, el 4 de enero a las siete y treinta de la mañana, un poco cansado pero ansioso de estar ya en Chiquián, pues ya me había perdido el primer día del encuentro.
En Huaráz tuve que hacer un trasbordo a un bus con dirección a Lima y después de algunos inconvenientes, me bajé en el desvío hacia Chiquián, punto situado al pie de la laguna de Conococha a 4050 m de altitud. Esperé durante hora y media a que una combi se animara a llevarme por diez dólares, pues no quería agotar los únicos treinta soles que me quedaban. Felizmente, apareció un vehículo que aceptó, pero de mala gana, mi billete verde.
Los nevados frente a la laguna y cuyos deshielos la alimentan periódicamente, eran monumentales indicios de que el sitio al que me iba acercando tenía mucho de interesante, mágico y hasta misterioso. Con razón dicen que la laguna de Conococha está "encantada". El encanto desapareció cuando comprobé con tristeza y preocupación lo sucio que están los alrededores del paradero en Conococha, con envases plásticos, acumulados durante años por los viajeros de paso. Realmente las autoridades deben tomar medidas para solucionar eficázmente el problema, no basta con el cartel que han puesto "pon la basura en su lugar" pues no hay contenedor alguno (¿ de qué "lugar" hablan?).
De esta forma y trepado ya en la combi, junto con cuatro pobladores que iban hacia la misma dirección, nos internamos en un camino zigzagueante y de tierra arcillosa, inundado de charcos por las lluvias recientes. El paisaje, al principio un tanto árido, característico de la puna, se torno inmediatamente (y como por arte de magia) en una quebrada "verde esmeralda" (como menciona en un poema la chiquiana Anatolia Aldave) y cuya fresca vegetación forma naturalmente cuadrículas a manera de parcelas o gigantescos retazos de tela. El paisaje siempre es así hasta que, de manera casi violenta, el camino desciende a los pies de Chiquián, "espejito del cielo."
Con el libro escrito por mi abuelo en las manos, mirando la antigua fotografía panorámica en blanco y negro de la ciudad _que ahí está impresa_ y que fue tomada por él mismo en los años sesenta, me esforcé en compararla con lo que en ese preciso momento veia yo, pero en colores: comprobé que la ciudad de Chiquián había cambiado muy poco desde ese entonces y me embargó una pequeña emoción.
No había salido de mi asombro, depues de descubrir la estatua del bandolero en la entrada, cuando en segundos ya estabamos en la plaza principal. Me bajé un tanto incrédulo con un "¿ya llegamos?". Bajé torpemente la maleta. No había caminado ni dos metros cuando de pronto y ante mis ojos apareció una reencarnación viviente de Luis Pardo: un hombre con poncho y sombrero que, montado en caballo marrón, en una esquina de la plaza y con el bigotito característico del bandolero, se acomodó el sombrero, cual bienvenida, y se alejó galopando por las calles, cuesta arriba. En ese momento lamenté no haber llevado cámara de video para captar esos mágicos instantes. Cómo para despertar de mi ensoñación la naturaleza se encargó de saludarme a su estilo con una lluvia, mas o menos intensa, que hizo huir a los pobladores y a los vendedores de libros instalados en la puerta del municipio y que ahí entraron a toda prisa, con su culta mercadería, antes que se moje. "Aquí es" me dije, e ingresé con todos mis bultos a la municipalidad.
Una escalera doble me condujo al segundo piso y me encontré con un auditorio repleto de gente en donde había un escritor haciendo su respectiva ponencia. Entré con cuidado y me senté en la última fila y esperé la hora del almuerzo, pues ya me sonaba el estómago de hambre.
A las dos de la tarde me dieron un ticket de almuerzo y me fui al restaurante correspondiente. Es ahí donde me encuentro con Rosa Trinidad, que al principio pensé que era mi tía pero luego me explicó que en realidad era mi prima; estaba con su hija (que vendría a ser mi sobrina). Me presentó a algunos escritores y me invitó a su mesa a almorzar. Me dijo "has llegado justo a tiempo porque a las tres voy a hecer mi ponencia sobre tu abuelito" Y así lo hizo. Con la voz trémula por la emoción y saliendose del discurso que tenía impreso, Rosa Trinidad, mi "tía-prima" como la empecé a llamar, pronunció un convincente discurso, un poco largo pero interesante (fueron veinte minutos en vez de los diez minutos reglamentarios). El público respondió con fuerte ovación y reconoció la importancia que tenía mi abuelo como uno de los grandes de la literatura bolognesina. Yo tuve mis segundos de estrellato cuando me presentaron como su ilustre nieto y tuve que ponerme de pie para agradecer los aplausos. A partir de ese momento yo ya no era Christian Hurtado Carrillo para los asistentes, pues empezaron a llamarme simplemente "Carrillo". -"¡Hey, Carrillo" ,me llamaban y mi abuelo ya no era mi abuelo, era mi padre.
(Continuará...)